En la Marea

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Allí donde muere el sol

Solo, rodeado de máquinas ruidosas en un hospital cualquiera, supo que se estaba muriendo. No era sorpresa ya que fumaba excesivamente desde los quince años. Lo que más lo sorprendía era haber sobrepasado los treinta y cinco, así que se consideró satisfecho.

A los pocos minutos ingresó por la puerta de su habitación una mujer joven ataviada con un tapado rojo que le llegaba a las rodillas. Llevaba el pelo negro, corto y enrulado. Él la recordaba de algunas reuniones familiares en casa de sus padres donde ella había mencionado ser una “doula de la muerte”, algo de lo que él no tenía la menor idea ni ningún interés por preguntar. Pero sus padres preguntaron, como era de esperarse, y ella explicó que era una acompañante para el final de la vida, para apoyar y guiar a las personas a través del proceso de la muerte. Nunca pensó que sería ella quien estaría ahí cuando fuera él quien estuviera muriendo, pero supuso que sus padres no eran lo suficientemente fuertes para afrontarlo.

Mientras sus pulmones hacían el último esfuerzo por respirar y cedían finalmente a su destino, apretó fuertemente el puño derecho. Luego el rigor mortis se ocuparía de que no soltara su contenido. Hasta entonces, tenía que concentrarse.

El ruido de las máquinas se volvió insoportable y su visión se nubló casi por completo. En la ventana, una mancha negra que parecía un ave se movía, inquieta. Mientras su corazón dejaba de latir definitivamente, pudo ver cómo el cuerpo de aquel animal se expandía y se volvía cada vez más antropomórfico, sin dejar de lado los movimientos típicos del ave que había sido. Se quedó sentado en el alféizar, mirando hacia fuera, como si no le interesara lo que fueran a hacer con el cadáver. Llevaba una capa larga y negra sobre los hombros.

La mujer que lo había acompañado en los últimos días de su vida apoyó su mano sobre la de él y lloró lágrimas que parecían sinceras, corriéndole el pelo largo y lacio de la cara, a pesar de que ambos eran poco más que desconocidos. Ella notó que sus dedos estaban tiesos, lo cual no era normal tan poco tiempo después de muerto. Él se concentró en mantenerla fuertemente apretada, aunque la conexión entre su cuerpo físico y su alma se estaba diluyendo. Pero fue suficiente. Ella quiso abrir sus dedos pero no lo consiguió, y él supo que eso era lo más importante. Esta vez tenía que conservarla él.

—Todos morimos solos —dijo de pronto el ser que estaba sentado en la ventana, ahora con las piernas colgando hacia el interior de la habitación y mirándolo a los ojos—. Eso dicen, ¿no?

Se rió. Mientras tanto, los médicos entraban para determinar la hora de defunción y prepararlo para que la familia luego decidiera cómo honrarlo debidamente.

—Pero no tú —siguió la criatura misteriosa; tenía rasgos afables para ser un hombre pero su postura era la de un guerrero—; no Occĭdens, sea cual sea tu verdadero nombre. No recuerdo una muerte tuya que hayas transitado en soledad.

Occĭdens, de pie junto a la puerta observando su propio cadáver, sonrió levemente, torciendo sus labios hacia un lado en una mueca extraña.

—Disantea. Debí suponerlo —dijo con una voz grave y profunda, como si hiciera muchísimo tiempo desde que había hablado por última vez—. Siempre tú, aunque no tiene sentido esta vez porque no me sacrifiqué.

Lo miró a los ojos y un resplandor dorado surgió del fondo de ellos. Disantea le sostuvo la mirada con sus ojos negros que parecían no tener fin.

—Tu muerte siempre será un sacrificio. No sé quién eres, pero sé que este no es tu lugar.

El cuervo utilizó los pies que le confería su nueva forma para acercarse a la cama donde yacía el cuerpo sin vida. Occĭdens, o al menos la parte de él que estaba viva en algún lugar, se hizo a un costado de la puerta cuando los médicos empezaron a entrar y salir. Disantea se sentó del lado izquierdo del cuerpo y lo observó ladeando la cabeza como si buscara identificar a qué especie pertenecía.

Mientras tanto, la doula hablaba con una enfermera que le había preguntado por qué había elegido aquella extraña profesión. Occĭdens escuchaba porque seguía sin entender del todo.

—Estamos increíblemente pendientes cuando un niño está por nacer. Nos peleamos por ser los primeros en tocarlo, en sostenerlo. Creo que es nuestra obligación estar ahí no sólo cuando todo comienza sino también cuando la luz se extingue, el instante en que cerramos esta etapa para comenzar un camino nuevo. Son momentos de transición que no deberían ser tomados a la ligera ni condenados al abandono y la soledad.

Occĭdens sonrió con ternura mientras la miraba, aun sabiendo que ella no lo veía. En la cama, Disantea estaba mirando con curiosidad el puño cerrado que descansaba sobre las sábanas. Acercó su mano y, sin esfuerzo, fue abriendo los dedos uno por uno. Occĭdens bufó cerca de la puerta y apretó los puños con fuerza. Sobre la palma abierta había una pequeña piedra de color grisáceo cuya forma recordaba vagamente a una pirámide mal construida.

El cuervo la tomó con cuidado y clavó sus oscuros ojos en Occĭdens, quien de nuevo le sostuvo la mirada con orgullo. Cuando parpadeó y volvió a abrir los ojos, se encontró lejos del hospital donde había muerto: corría una brisa otoñal que le dio un escalofrío y a su alrededor había un grupo de personas que él conocía vestidas de negro, congregadas alrededor de un gran pozo en el suelo.

—Mientras llevaban a cabo tu purificación del otro lado, aquí los vivos se encargaron de vestirte con las ropas que elegiste y poner en tu ataúd las pertenencias que querías llevarte —dijo Disantea; le sorprendió su presencia a su lado, estaba sentado sobre el césped—. Fue una buena idea pedir que no te embalsamaran. Tantas sustancias químicas y vaciados desagradables sólo para que algo parezca bello cuando no lo es.

Pensativo, Occĭdens miró hacia el ataúd y la idea de aquellas prácticas le trajo innumerables recuerdos.

—Por cierto —la insaciable curiosidad de Disantea volvió a sacarlo de sus pensamientos—, devolví tu roca misteriosa. Creo haberla visto antes. ¿Para qué la necesitarías luego de muerto?

Occĭdens no contestó. Su mirada estaba fija en las personas de negro que lloraban mientras echaban paladas de tierra sobre el ataúd donde moraba su cuerpo. Se acercó con pasos rápidos hasta donde estaban, pero ninguno pareció percatarse de su presencia. Saltó dentro del hueco y una vez en él, apoyó la mano derecha sobre la tierra. Poco a poco fue atravesándola como si sólo se tratara de humo, y así también traspasó el cajón de madera hasta que sus dedos tocaron lo que buscaba. Reconocería esa piedra entre mil piedras idénticas. La tomó con fuerza, volvió a sacar la mano con el puño cerrado y regresó junto al cuervo que miraba la escena divertido. Occĭdens, por el contrario, se puso muy serio.

Cuando estuvo junto a Disantea le hizo un gesto con la cabeza indicándole que abriera la mano.

—La necesito para recordar quién soy —dijo Occĭdens, sopesando cada palabra—. Esta piedra sabe mi verdadero nombre.

Entonces soltó la pequeña roca sobre la palma abierta del cuervo, la cual cayó lentamente, como si algo la estuviera frenando, desafiando la gravedad. Luego de unos segundos, la piedra se precipitó con fuerza hacia su mano y Disantea sintió que el peso de una montaña le caía encima y lo arrastraba con él hacia abajo.

Cuando el peso se aligeró y pudo reincorporarse, miró la mano donde tenía la piedra, pero ésta ya no estaba. Observó los alrededores y descubrió con sorpresa que ya no estaban en el mismo sitio. Allí la zona era boscosa y en los alrededores había montículos de diversos tamaños. A lo lejos, entre dos árboles, surgía de la tierra una enorme columna de humo negro y gris.

—¡Eras Vest en esta vida! —dijo Disantea dando un salto—. Lo recuerdo.

Occĭdens mostró su extraña sonrisa y juntos caminaron hacia el lugar donde estaban cremando su cuerpo. Los túmulos que estaban allí eran enormes y los árboles surgían de sus amplias curvas sin respetar la perpendicularidad con respecto al suelo, lo cual les daba un aire retorcido de pesadilla.

Cuando llegaron a la pira, vieron que había varias mujeres y hombres congregados alrededor con ropas vikingas. Cuanto más alto llegara el humo, más se elevaría el muerto hacia la vida después de la muerte. Disantea y Occĭdens se sentaron en un túmulo cercano para observar el ritual.

Vest había sido un herrero reconocido y amado por su pueblo, así que varias de las mujeres acomodaban sus herramientas a su alrededor mientras el fuego iba consumiéndolo todo. Una de sus thralls1, cuya piel era blanca como la nieve, se ofreció a morir con él. No habló más de lo necesario y se entregó al sexo ritual con los hombres del clan para honrar al difunto como era costumbre en aquellos tiempos.

El cuervo la observó mientras los hombres abusaban de ella descontroladamente y en un movimiento brusco vio que una cuerda que colgaba de su cuello se descubrió de las ropas que la ocultaban. Atada a ella sin mucho arte estaba la piedra piramidal de Occĭdens. El cuervo miró a su acompañante con asombro y cierta suspicacia.

—Ella me devolvió mi nombre y me recordó de dónde vengo —dijo él; sus ojos denotaban cariño por aquella muchacha.

El ritual siguió y al día siguiente la esclava fue arrojada a la pira mientras cantaba frenéticamente luego de haber ingerido varias bebidas. Luego del séptimo día, se realizó una celebración con un gran banquete y libaciones rituales. Colocaron entre los túmulos ya existentes el barco que le había pertenecido a Vest y sobre él, las cenizas de los dos cadáveres y el resto de sus pertenencias que no habían ardido.

Disantea se acercó mientras lo hacían y, antes de que comenzaran a tapar todo aquello con rocas y tierra para formar el túmulo final, escarbó con los dedos entre las cenizas hasta encontrar la piedra. La tomó con fuerza y de nuevo el peso lo arrastró.

Cuando tuvo consciencia de nuevo, una niña estaba contando una historia mientras un viento gélido azotaba cada parte de su cuerpo y de los pastizales bajos que lo rodeaban. Rodeaban a ambos en realidad, porque Occĭdens por supuesto seguía allí con él, observándolo todo como si se tratara de las vidas de alguien más.

—Yo creo que Iar murió en batalla sólo porque es nuestra versión de la mejor muerte posible, sino quizá hubiera elegido otro modo —dijo la niña, que hablaba con una mujer mayor mientras ordenaban una pila de rocas; se desenvolvía como una mujer adulta a pesar de no tener más de ocho años—. Los escoceses estamos muy apegados a nuestras costumbres. Iar tuvo que enfrentar incontables tiempos de guerra y siempre fue un guía para todo el clan. Cuando los hombres estaban por partir hacia la batalla, cada uno tomaba una piedra pequeña y la dejaba en un lugar al costado del camino hasta formar un cairn2. Al regresar, los que volvían tomaban una piedra, así las que quedaban eran las de los caídos y se dejaban allí en memoria de ellos. Iar fue conocido por acarrear grandes rocas por largos caminos, incluso cuando volvía exhausto de la guerra, para erigir cairns para cada persona que había caído en la batalla, cerca de sus hogares y no en la salida del pueblo como era costumbre. Cada vez que regresaba, repetía la misma frase: Cuiridh mi clach air do chàrn3. Todos lo adoraban. -La niña miró a lo lejos, adonde estaban parados Disantea y Occĭdens. Ellos dudaron si los estaba viendo o no. Sus cabellos rubios ondeaban en el agitado viento de la cima de aquella colina.

»Hace pocos días, Iar partió a la guerra como tantas veces antes, pero esta vez no regresó. Todos en nuestro clan subimos al día siguiente a esta colina con una pequeña roca. Al llegar a la cima, nos reunimos en un risco escarpado cerca de la cumbre, y colocamos nuestras piedras formando una enorme pila —siguió la niña; inspiró hondo antes de seguir, como si el dolor le apretara el pecho con fuerza—. Nuestros cairns no sólo conmemoran a los muertos, sino que señalan el camino, iluminan los pasos de otros que ya anduvieron por ahí. Entre la neblina, nuestras tumbas nos ayudan a seguir sin dejar de mirar el pasado que nos sostiene.

Con sus cabellos rebeldes y desordenados, la niña se acercó a la pila de rocas, rebuscó en el bolsillo de su vestido y sacó la piedra grisácea que tenía Occĭdens al morir en el hospital. Acarició sus bordes como si quisiera recordarla y la apretó entre sus manos pequeñas antes de dejarla sobre el cairn. Luego las dos mujeres se alejaron colina abajo.

—Ahora nadie sabe si el cairn de Iar es realmente su tumba o sólo una marca del final de la colina —continuó la niña—. Yo pienso que no tiene importancia y que toda tumba nos señala un camino.

Y si dijo algo más, ya se había alejado demasiado así que ellos no la escucharon.

Se acercaron hacia el montículo de rocas y esta vez Disantea no se tomó mucho tiempo para agarrar la piedra de Occĭdens.

Cuando volvió en sí, el paisaje era desolador. Estaba caminando con su compañero por la vera de un río que parecía contaminado. Sus aguas eran negras y se movían como una masa sólida, como si hubiera algo ahí abajo que le impidiera fluir discurriéndose como un río debería hacer. La costa por la que caminaban estaba formada de arena de color gris oscuro, que se arremolinaba con las corrientes frías que parecían recorrer todo el lugar. Hacia el horizonte, los árboles se recortaban negros contra la luz mortecina de lo que parecía un atardecer infernal.

Delante de ellos caminaba un hombre anciano, de desaliñada barba y ropas deshilachadas. Se apoyaba sobre un bastón en la punta del cual viajaba un búho pequeño de plumas plateadas.

Disantea notó un movimiento leve en las aguas, una vibración apenas, y se acercó a la orilla para ver de qué se trataba. Al principio no vio nada. Pero cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad del agua pudo vislumbrar largas líneas de hilo negro que ondulaban en las profundidades. Empezó a seguir su recorrido con la mirada y cuando llegó al final descubrió que no eran hilos, sino cabellos oscuros asidos a una cabeza muerta y espectral, cuyos ojos estaban abiertos en una expresión de dolor como él jamás había visto, a pesar de que su trabajo como cuervo y guía de almas lo enfrentaba a diario con la muerte.

El agua volvió a agitarse, esta vez más bruscamente, y cuando Disantea levantó los ojos vio que la barca de Caronte se acercaba con el barquero remando de pie en la popa. Era similar a una góndola, del color de la madera envejecida, y emitía ruidos perturbadores cuando golpeaba contra los cadáveres que flotaban en el río Aqueronte. Cada vez que lo hacía, una letanía de quejidos reverberaba en el agua con un sonido macabro y desgarrador. Disantea tuvo miedo de que el barquero lo estuviera viendo directamente a los ojos mientras se aproximaba a la orilla. Su barba larga y blanca, y su capa gris en jirones (quizá en algún tiempo había sido blanca también) le daban un aspecto muy similar al del caminante que habían visto antes.

Caronte llegó a la costa, donde la barca frenó al encallar en la arena con un golpe seco. Puso uno de sus pies descalzos en el agua negruzca del Aqueronte y pateó con el otro la cabeza del cadáver de una niña que se aproximaba hacia él antes de introducirlo también para caminar directamente hacia Disantea, que estaba paralizado por la presencia del barquero. Él se paró justo frente a su cara y el aliento fétido del anciano le generó náuseas.

—¿Sabes a qué se deben estas visitas inesperadas, Dýsi? —dijo Caronte.

El cuervo giró lentamente la cabeza hacia atrás para descubrir, con alivio, que ahí estaba el caminante con el búho y, a un costado, Occĭdens. Se movió del medio y los dos ancianos lo observaron.

—Todos somos acompañantes —se adelantó a responder Occĭdens —. Nada más. Pronto nos iremos.

Caronte le devolvió una mirada profunda y frunció el ceño en una mueca que mezclaba incomprensión y fastidio.

—Te conozco —dijo pronunciando cada sílaba muy lentamente —. Eres el primero de los occidentales —agregó; luego se volvió al anciano—. Dýsi, ya fue suficiente. Vagaste cien años por las costas devastadas de este inframundo por no traer contigo el óbolo para pagar tu pasaje. Ya es tiempo.

—Es lo justo —dijo el anciano caminante.

Luego sacó de sus harapos una bolsa pequeña de cuero gastado y sucio. Abrió su mano, de donde el búho gris tomó la bolsa con el pico y voló hasta donde estaba Disantea. Frente a él, el ave agitó sus alas con fuerza y se transformó en una mujer anciana de cabello muy blanco y ojos del color de aquella arena grisácea. Extendió su mano y Disantea tomó de ella lo que le entregaba. La mujer volvió a empequeñecerse y emplumarse en pocos segundos, posándose en el hombro del anciano que ya estaba caminando hacia la barca.

Caronte miró a Occĭdens antes de subir él también.

—Asimismo tu tiempo ha llegado. Es preciso que vuelvas, Anpu —dijo con voz gutural; luego les dio la espalda y ellos vieron cómo la barca se alejaba, perdiéndose en la neblina fantasmal de aquel lugar.

Cuando volvió a mirar a su alrededor, Disantea vio que Occĭdens lo miraba con impaciencia así que desató la cuerda que guardaba el contenido de la bolsa y vio que adentro estaba la piedra piramidal, tal como se había imaginado.

—Supongo que a esta altura no tengo opción, ¿cierto? —dijo, sonriendo.

Occĭdens también sonreía y en el interior de sus ojos volvió a brillar una llama ancestral. El cuervo tomó la piedra y esta vez el peso se mantuvo por mayor tiempo, hasta que cayó sobre la arena caliente del desierto. Occĭdens lo ayudó a incorporarse y le señaló una barca que estaba adentrándose en las aguas del Nilo, a pocos metros de donde estaban. En ella, una persona ya fallecida comenzaba su último viaje hacia la ribera occidental del río, donde el sol moría. Ese lugar habían elegido los egipcios como morada última para sus muertos. Al igual que el dios Ra, que atravesaba el cielo durante el día y el mundo inferior durante la noche a bordo de una barca solar, también los egipcios emulaban este viaje ya que el asociarse al viaje perpetuo del sol, les permitiría a sus almas vivir eternamente.

Disantea miró con asombro cómo la barca iba acercándose suavemente hacia el fuego encendido del atardecer. Casi había olvidado que su compañero seguía a su lado. Occĭdens lo tomó de la mano y le dijo que lo acompañara, al mismo tiempo que la arena dorada bajo sus pies empezaba a alborotarse y dibujar un camino efímero sobre el agua. Caminaron hasta el otro lado del río cuyo azul se confundía con el rojo del sol muriendo en el horizonte.

Cuando llegaron a la otra orilla, la barca también estaba arribando. Se acercaron a ella y subieron por la pequeña escalera de madera hasta el interior. Allí yacía el cuerpo de un hombre adulto y a su lado el cadáver de un gato de cuyo collar colgaba una piedra que Disantea ya conocía muy bien. Los dos estaban embalsamados, olían a resinas y bálsamos, y sus cuerpos estaban vaciados. Las vísceras de ambos, también embalsamadas, descansaban en los vasos canopos que estaban a su lado. Cuatro de ellos tenían la tapa con forma de chacal y los otros cuatro, más pequeños, con forma de ibis. Un vaso contenía los pulmones, otro el estómago, otro el hígado y otro los intestinos, representando respectivamente los puntos cardinales norte, este, sur y oeste. Los egipcios consideraban el corazón como el refugio del alma, por lo tanto éste se conservaba en el cuerpo protegido por un amuleto con forma de escarabajo.

Disantea miró a Occĭdens y se dispuso a tomar la piedra, sabiendo que era la última vez. No sintió el peso ni la caída, pero pronto las arenas que antes los habían transportado volvieron a elevarlos del suelo y así surcaron el desierto por el aire hasta llegar a un espacio yermo donde no había más que una roca piramidal que les llegaba hasta las rodillas. Estaba grabada por todos sus costados y era de un color oscuro que no se parecía a ningún otro que el cuervo hubiera visto. Occĭdens se arrodilló junto a la piedra, apoyó su mano izquierda en el lateral que estaba orientado al Oeste y soltó un aullido desgarrador, luego se alejó unos metros. A los pocos segundos Disantea sintió un viento fuerte y cálido por la espalda, y se volteó a mirar el atardecer. Recortado contra el incendio que se extendía más allá del Nilo, se veía la figura de un ave volando en dirección adonde ellos estaban. Los rayos del sol se mezclaban con sus plumas creando un efecto hipnótico de sobrecogedora belleza.

Al poco tiempo estuvo frente a ellos y se posó sobre la piedra que Occĭdens había tocado. Era enorme, al menos tres veces más grande que la roca, y sus plumas eran de un color extraño que a veces parecía gris profundo y a veces púrpura. Disantea reconoció en los movimientos rápidos del pájaro, los de la niña que contaba la historia de Iar; en sus alas, las plumas que tenía el búho de Dýsi; en su postura, la elegancia de la doula del hospital; y en sus ojos, el color de aquellos que tenía el gato embalsamado.

—El pájaro Bennu es el alma de Ra —dijo Occĭdens, que había permanecido en silencio la mayor parte del viaje, mientras lo contemplaba—. Estamos en el lugar más sagrado de la tierra, la primera montaña que surgió del océano primordial, donde se posa el ave que se creó a sí misma.

Le hizo una seña a Disantea para que le devolviera la pequeña piedra que había llevado consigo desde hacía tanto tiempo. El cuervo así lo hizo, todavía con los ojos fijos en el ave que tenía delante. Sentía que una fuerza inexplicable lo hermanaba con ella. Occĭdens se rió, como si leyera sus pensamientos.

—La roca Benben provino de las estrellas —siguió Occĭdens, acercando la pequeña piedra hacia aquella donde estaba el ave; con cuidado, logró encastrarla en una de las grietas donde cabía perfecto—, y esto es tan cierto como que surgió del océano. Al fin y al cabo, aquí estamos inmersos en aguas que desconocemos.

Mientras decía aquello último miró al cielo. El pájaro Bennu, también con la vista hacia lo alto, envolvió con sus gigantescas alas la piedra sagrada y de su interior surgió fuego que fundió de nuevo el trocito de roca que Occĭdens había estado cargando. Cuando el ave abrió sus alas hacia el firmamento pareció salpicarlo de estrellas, como si antes no hubieran estado allí, como si cada luminaria hubiera surgido del fuego de su plumaje.

Disantea miró a Occĭdens, que seguía mirando el cielo casi tan sorprendido como él, y reconoció en su cara que tenía por delante un viaje inminente. Vio que su piel se oscurecía hasta coincidir con el color del cielo nocturno en sus horas más negras y su cabello se acortaba hasta casi desaparecer.

—¿Quién eres? —preguntó el cuervo. Occĭdens sonrió y Disantea vio de nuevo el fuego en sus pupilas cuando lo miró.

—Soy un juez y el fuego. Soy el primero que vino del Oeste y el primero que fue allí donde muere el sol. Así como Bennu es quien guía a los dioses en la Duat, en el inframundo, yo soy un psicopompo y tengo que volver adonde es mi lugar —dijo, luego hizo una larga pausa antes de continuar—. Nadie muere solo así como nadie camina en soledad, ni siquiera en los intrincados caminos de la muerte.

Disantea se quedó pensativo un momento.

—“Todos somos acompañantes. Nada más” —dijo luego de unos segundos—. Eso dijiste, ¿verdad?

Occĭdens sólo se limitó a torcer sus labios en aquella mueca extraña y llamó al ave a irse con él. Le hizo una reverencia al cuervo, que de nuevo tomó su forma de pájaro negro, y comenzó a caminar en dirección al Oeste. En el cielo, sobrevolando su camino, el ave Bennu se confundía con las estrellas. En el suelo, sobre la arena del desierto donde prácticamente no quedaba luz, aquel ser de piel oscura caminaba lentamente.

Cuando el pájaro gris cantó en la lejanía, tal como había cantado al crearse el mundo para dar inicio al tiempo, un nuevo ciclo comenzó. Y en el horizonte, donde la luz se extinguía para dar paso a la noche, Disantea miró caminar a quien lo había acompañado y le pareció que era más un chacal que una persona, y pensó que tal vez cuando caminamos hacia el ocaso nuestro verdadero nombre no es tan importante.


  1. Un esclavo o esclava en la cultura escandinava durante la Era Vikinga.

  2. Es un túmulo, habitualmente con forma cónica. Se encuentra normalmente en tierras altas, en páramos, en cumbres de montañas o cerca de cursos de agua.

  3. En gaélico: “Pondré una piedra en tu cairn”. Esto se decía para recordar y honrar a los muertos.