En la Marea
Cuentos en la Marea /En la oscuridad del faro
Camila Pérez Schunk
30/09/2016
En la oscuridad del faro
Basada en historias y leyendas reales.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno.”
Se frenó abruptamente. Miró a su izquierda. Ahí estaba el depósito; todo estaba en orden. Siguió caminando por las escaleras que llevaban a lo alto de la torre. Y siguió contando en su mente.
“Cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos, cincuenta y tres, cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno, sesenta y dos.”
Miró a sus pies, apoyados en el sexagésimo segundo escalón: quedaba aún otro peldaño para llegar.
– No puede ser – dijo en voz alta.
Había subido miles de veces a la sala de la linterna del faro y sabía que eran exactamente sesenta y dos los escalones que llevaban hasta allí. Pisó el escalón que sobraba, con temor, y entró.
La luz del faro estaba apagada y por los vidrios de la sala entraba el resplandor del sol iluminándolo todo. Se sorprendió, ya que estaba segura de haber subido las escaleras mientras reinaba la noche. No se escuchaba rugir el mar en la distancia, que era lo usual desde ahí. Todo parecía estar en calma.
A través de los vidrios y espejos de la lámpara, al otro lado del cuarto, se adivinaba la figura de un hombre alto de espaldas que miraba hacia afuera. Lys pensó que se parecía mucho a su marido, pero no podía ser porque él estaba muerto.
Trató de vislumbrar quién era pero el vidrio diluía los contornos y no le permitía ver con claridad al otro. Lentamente el misterioso ser comenzó a voltearse hacia donde estaba ella y un sinfín de cabellos blancos, largos y muy finos se distribuyeron sobre sus hombros y cayeron hasta su espalda. La mujer intentó escapar pero estaba paralizada, sus músculos no le respondían. La criatura, con el rostro cubierto por su cabello, extendió una huesuda mano hacia ella y le aferró la muñeca izquierda.
El fuerte agarre la despertó. Sentada en su cama, Lys se apretó la muñeca y miró a su alrededor, pero allí no había nadie.
Desde que su esposo muriera, dos semanas atrás, las pesadillas no la habían abandonado. Algunos personajes, como este delgado ser de cabello blanco, eran recurrentes. Tanto que a veces temía encontrárselos en verdad en alguna de las habitaciones del faro. Y no era cualquier faro sino el que se hallaba en la roca de Tevennec, en medio del océano, a largos cinco kilómetros de la costa de la Pointe du Raz. Uno de los puntos más temidos en el Mar de Iroise por los incontables naufragios que ocurrieran allí desde tiempos inmemoriales. Todas las corrientes llevaban a los barcos directo a Tevennec, hacia una muerte inexorable contra las rocas.
Cuando el dolor de su muñeca disminuyó, Lys se levantó de su cama en una de las habitaciones contiguas a la torre del faro. Todo estaba oscuro, excepto por un débil haz de luz verdiazul que se filtraba por las hendijas de los postigos de la ventana cercana adonde ella dormía. Sólo por aquellos destellos, que ni siquiera eran constantes, sabía que era de día.
El resplandor que viera empezó a desvanecerse muy despacio, como las luces del atardecer, y ella supo que era otra ola que arremetía contra el faro. Hubo un rugido grave y profundo antes de que el agua estallara como una tormenta sobre el lado este de la imponente construcción. Luego la corriente se retiraba de nuevo hacia las profundidades del mar mientras que las olas caían en catarata por las paredes exteriores.
Antes de que falleciera Maël, los días de tormenta y vientos descontrolados eran muchos. Eran contados los momentos o, con suerte, días enteros en los que podían abrir las ventanas, dejar que entrara la luz o incluso salir a caminar por la terraza y las inmediaciones de la residencia. Pero las mareas parecían contagiarlo todo con sus ciclos y en cada semana había siempre uno o dos días en los que volvía la calma. Días que renovaban el aire encerrado en el faro y en cuya espera era más tolerable afrontar los tiempos de oscuridad.
Cuando murió su esposo, sin embargo, se desató una tormenta inclemente que no había aminorado desde entonces. La luz no parecía tener intenciones de volver. Sin descanso, las olas se estrellaban con violencia, una y otra vez, sobre la terraza, las paredes y la torre del faro.
– Las olas quieren limpiar la muerte que hace tanto tiempo se aloja en esta roca maldita – solía decir Maël cuando Lys se asustaba de la furia del oleaje, con una sonrisa que contrastaba con la oscuridad del pasado que mencionaba – , pero Ankou vive aquí, y a la muerte nunca la doblegarán las olas.
Maël siempre había querido que lo trasladaran al faro de Tevennec. La idea de vivir en medio del mar, aislado de la civilización, siempre le atrajo. Sólo Lys lo enraizaba en la costa; por eso no dudó cuando le ofrecieron ser el primer farero en vivir en Tevennec llevando a su esposa. Sabía que ella lo acompañaría hasta los confines del mundo. Hasta entonces los fareros habían vivido allí solos, para terminar enloqueciendo sin remedio, abandonando su puesto a las pocas semanas o víctimas de una muerte inexplicable. Pero él no le tenía miedo a la muerte ni a la locura. Bien sabía que a veces era el costo a pagar a cambio de la vida en el mar, y él estaba dispuesto.
Quizá justamente porque no le tenía miedo a la muerte, ésta lo encontró muy pronto. Un extraño día de sol, cuando hacía sólo tres semanas que se habían instalado en el faro, Maël se había sentado en una de las rocas donde terminaba la pequeña isla. Lys lo observaba desde la terraza mientras él miraba el océano en su inmensidad. Rápidamente el oleaje empezó a revolverse de manera violenta y una gran ola lo empujó con fuerza desde donde estaba hasta la pared más cercana del faro.
Su esposa, desde la altura, sintió el golpe seco contra el granito y corrió por la terraza y luego escaleras abajo para encontrar a Maël tirado boca abajo sobre las rocas, inmóvil. Se acercó con cuidado porque las piedras estaban cubiertas de musgo y resbaladizas. Cuando llegó junto a él le habló, pero fue en vano. Lo tomó por la nuca y por el hombro derecho, y lo volteó. Pero era demasiado tarde; la sangre brotaba de una enorme herida en su cabeza y su corazón ya no latía. Lys se abrazó a su cuerpo sin vida y lloró como nunca había llorado.
Mientras tanto las olas siguieron creciendo y agitándose impetuosamente, con el viento azuzándolas desde lo alto y una fuerza implacable que parecía empujarlas desde lo más profundo del mar, hasta convertirse en la tormenta de la cual Lys aún no había visto el final, así que se secó las lágrimas y se cargó el cuerpo sobre la espalda para llevarlo de vuelta al interior. Trepar las rocas y transportarlo escaleras arriba fue un trabajo arduo, pero las semanas previas ayudándolo en las tareas forzosas que implicaba la vida en el faro habían servido para desarrollar habilidades que ella desconocía.
Cuando llegó a la terraza lo apoyó con cuidado en el suelo y le limpió con la tela de su vestido la sangre del rostro, mientras en su pecho iba creciendo un profundo dolor frente a una realidad inevitable que no sólo la despojaba para siempre de la persona que más amaba, por la que lo había dejado todo, sino que la dejaba sola en el purgatorio de Tevennec. Recordó con angustia a los fareros que habían estado antes, los que habían muerto, y a todos los náufragos que murieron previamente a que el faro existiera siquiera. Sintió una energía intensa que la rodeaba, como si todos estuvieran allí; como si su esposo no fuera uno más.
Las olas rugieron más cerca de donde estaba y escuchó un susurro que se desprendía de lo profundo del mar.
Kerz Kuit1, Kerz Kuit, escuchó y tuvo miedo; sintió que había alguien más en la isla, una oscura presencia que reptaba por debajo de la roca. Kerz Kuit, Kerz Kuit, susurraba desde las profundidades, y el sonido parecía rodear el faro por todos sus costados. Sobresaltada, se alejó de su marido y se acercó al borde de la terraza. El agua estaba subiendo y las olas eran cada vez más altas; muy pronto llegarían a la terraza e incluso más alto. Volvió a cargarse a Maël sobre la espalda y lo llevó hasta el interior donde, sin soportar ya el peso de su cuerpo, lo arrastró el trecho que faltaba hasta el sótano que era el único lugar donde podría retardar la descomposición del cuerpo. Sabía que arrojarlo al mar, como ella y seguramente también él hubieran querido, no era una opción ya que podrían culparla de asesinato.
Kerz Kuit, Kerz Kuit, seguía escuchando. Una y otra vez, las voces parecían formar un coro demoníaco que lo envolvía todo y le daba escalofríos.
Dejó el cuerpo y se apresuró a cerrar todas las puertas y ventanas del faro y la residencia. Caminó por los pasillos verificando cada hendija por la que el agua pudiera filtrarse y siguió en las habitaciones hasta que todo estuvo sumido en la oscuridad.
Los días, tan parecidos a la noche en su negrura, se sucedieron uno tras otro. El único lugar donde podía salir al exterior, sólo cuando el viento amainaba levemente, era el balcón de la sala de la linterna. El resto de las habitaciones seguían cerradas a cal y canto para evitar que las olas que arrastraban las viles corrientes del Raz de Sein lo destruyeran todo.
Lys siguió sintiendo que bajo las rocas, en algún recoveco escondido, algo oscuro se estaba fortaleciendo. La muerte de Maël le había infundido corporalidad y vigor. Ella no podía verlo, pero su presencia era tan real como la marea, e igual de salvaje.
Las pesadillas persistieron desde el primer día así como las voces graves que le instaban a que se fuera de allí. Ya estar sola en aquel lugar infernal era suficiente tortura, pero cuando se hubo acostumbrado relativamente a esta nueva situación, su carácter se fortaleció y esto la llevó a determinar que todo era producto de su mente, trastornada por la soledad y el encierro.
Hasta que, el día en que soñara con aquel ser en lo alto del faro, las cosas cambiaron. Aquello que estaba en las profundidades fue buscando desplegarse hacia la superficie.
Después de levantarse de la cama aquel día, caminó hasta la cúpula del faro llevando una vela en la mano y esta vez la cantidad de escalones era la correcta. Una vez en la sala de la linterna se ocupó de apagar la lámpara y cubrirla como hacía cada amanecer para que los rayos del sol no dañaran los aparatos colocados dentro de la óptica. Dejó la vela en el suelo, salió al balcón y miró hacia arriba. La bandera que había colocado cuando Maël murió, que indicaba que necesitaba asistencia urgente, seguía en su lugar flameando con fuerza en el viento. Lys sabía, de todas maneras, que el acceso a Tevennec era imposible cuando arreciaba una tormenta de tal magnitud, así que no le quedaba más que esperar que los víveres le alcanzaran hasta que eso sucediera, ya que los barcos con suministros tampoco podían acercarse a la roca en tales circunstancias.
Se apoyó sobre la baranda y el viento hizo que su pelo se arremolinara sobre sus hombros. Kerz Kuit, Kerz Kuit, comenzaron a sonar las voces desde muy abajo, más allá del agua y la piedra. Pero ella no tenía cómo irse.
Después de unos minutos volvió a entrar a la torre y bajó hasta el sótano. Cuando estuvo frente a la puerta cerrada, respiró hondo y se colocó un pañuelo sobre la boca que luego ató en la nuca. La vela iluminaba la puerta y el musgo que ya empezaba a crecer en los bordes a causa de la humedad marítima. Entró a la habitación y ya la primera bocanada de aire perturbó sus sentidos. El hedor era insoportable; los gases que el cuerpo de Maël había liberado inundaban todo el cuarto sin remedio. Lys se sintió mareada. Hizo un esfuerzo para mantenerse de pie y acercarse despacio hacia donde estaba el cadáver, al lado del cual había un gran saco de sal abierto. Ella introdujo la mano, mientras con la otra apoyaba la vela en el suelo, y sacó un gran puñado con el que comenzó a cubrir los orificios del cuerpo de su esposo, de los que ya había empezado a brotar un líquido viscoso y amarillento. El estómago estaba hinchado y sus extremidades, de color violáceo por la falta de circulación de sangre, contrastaban con la palidez de su rostro.
Cuando terminó de distribuir la sal, Lys volvió a tomar la cerilla y acarició la cabeza del que fuera su marido, que ahora era casi irreconocible. Algunos cabellos se desprendieron al primer contacto. A la luz de la mortecina flama, los contornos del cuerpo de Maël, entre hinchados y profundamente hendidos, generaban extrañas sombras que parecían bailar con el fuego. Su piel estaba arrugada y apergaminada. A pesar de todo, las medidas que había tomado Lys para conservar el cadáver estaban funcionando mejor de lo que había esperado y hasta ahora la descomposición se había ralentizado.
Lys se levantó, mirando el cuerpo con tristeza, y se volteó para salir de la habitación. Entonces, de nuevo escuchó las voces que había oído tantas veces desde el fondo del mar, pero el sonido provenía desde donde estaba el cadáver. Lo miró de nuevo pero no se oyó nada más.
Supuso que habría sido su imaginación, ya que el sonido que se escuchaba afuera siempre era repetitivo. Sin embargo, cuando salió de la habitación sintió que el suelo vibraba bajo sus pies. Pensó que sería el agua filtrándose a través de resquicios en rocas subterráneas, pero la vibración la seguía mientras iba caminando. Subió las escaleras para llegar al piso superior de la residencia y la reverberación todavía la acompañaba.
Kerz Kuit, Kerz Kuit, empezó a escuchar de nuevo. El sonido empezó a acoplarse al ritmo de la vibración. Acompasado y uniforme, la fue siguiendo y rodeando hasta que llegó al comedor. Lo que parecía un desplazamiento subterráneo fue conectándose con las voces espectrales en un ensamble de ruidos que no tenía fin. En el medio del enorme salón, Lys se sentó en el suelo. Apenas extendió la palma de su mano libre sobre él, sintió un cosquilleo profundo justo por debajo. Kerz Kuit, Kerz Kuit decían las paredes a su alrededor. El ruido de aquellas voces la fue rodeando en un espiral indómito. Presa del miedo, su mente igual buscaba explicaciones que la instaban a no perder la poca cordura que le quedara. Lo que vibraba bajo tierra marcaba un ritmo conocido que ella no lograba identificar. Dejó apoyada su mano mientras su corazón se desbocaba en su pecho. Entonces lo entendió: latidos. Las vibraciones sonaban como latidos de un corazón que yacía en las profundidades. Como si la roca tuviera vida y la sangre corriera agitada por canales subterráneos. Pero los ruidos se movían con ella en la oscuridad de Tevennec, como si algo la estuviera persiguiendo más allá de la superficie, moviéndose a través de grietas que ella no podía ver.
Las voces seguían a su alrededor, cada vez más fuertes, y ella ya no pudo resistirlo. Empezó a correr a través de los corredores hacia su habitación, mientras la vela se apagaba y la sumía en una oscuridad más profunda e impenetrable. Cuando llegó al cuarto, cerró con fuerza la puerta tras de sí y se sentó contra la pared, al lado de su cama, con las rodillas retraídas hacia su pecho. El silencio lo invadió todo en un instante, para luego volver a la normalidad. No se escucharon más voces y por debajo de sus pies no se percibía ningún movimiento extraño. Afuera rugía el viento y las olas golpeaban las paredes y ventanas. Por primera vez, todos los pequeños ruidos del faro con sus mil quejidos la tranquilizaron. Entre las grietas de las paredes y el techo, el agua se escurría en pequeñas vertientes en su camino de regreso al mar.
Se concentró en todos los sonidos conocidos y se tomó su tiempo para volver a la calma. Sin embargo, cuando empezaba a anochecer, el ruido de un golpe seco en la distancia la sacó de su ensimismamiento. Escuchó el agua correr más cerca y abrió la puerta de su habitación para encontrarse con un pequeña corriente que discurría desde las escaleras de la torre. Empezó a caminar velozmente hacia allí, tratando de no resbalar, y contó los escalones mientras los iba subiendo. Ese era el único parámetro que le permitía asirse a la realidad y mantenerla cuerda ante la inmensidad de aquel faro maldito.
Cuarenta y un escalones hasta el depósito, donde una ventana estaba abierta de par en par frente a la tempestad de afuera. Las voces entraron de nuevo junto con el ruido de los postigos que golpeaban sin parar a merced del viento y el torrente de agua que salpicaban las olas hacia el interior del faro: Kerz Kuit, Kerz Kuit. Cada vez más fuerte.
Lys atravesó la cortina intermitente de agua salada que la separaba de la ventana, con los brazos delante de su cara, empapándose de pies a cabeza antes de llegar a tomar con fuerza uno de los postigos. Cuando lo consiguió, lo atrajo hacia sí y lo cerró con fuerza, y con la otra mano buscó el derecho. Mientras lo estaba cerrando, vislumbró entre la bruma y el agua arremolinada sobre la roca una figura recortada sobre el fondo blanco y celeste. Se veía como la sombra de un hombre del cual no se distinguían los rasgos, ya que el agua que se condensaba en el aire formaba un velo que lo escondía a medias. Dudó un momento y luego cerró de un golpe el postigo que faltaba, a tiempo para que una ola rompiera contra las contraventanas filtrando varios hilos de agua hacia el interior. Puso las trabas y cerró las ventanas también. El agua chorreaba desde su pelo y su ropa hacia el suelo y más allá, para sumarse al pequeño río de agua salada que corría escaleras abajo. Descansó un instante apoyando la espalda contra la ventana, mientras recuperaba el aliento. El recuerdo de la silueta recortada contra la tormenta le infundió nuevas fuerzas y siguió subiendo hasta la sala de la linterna. Contó los escalones, en los cuales había una sustancia viscosa donde algunos insectos negros y extraños se amontonaban.
De nuevo se vio parada en el escalón que debía ser el último, pero había uno más. Y estaba segura de no estar durmiendo. Quizás el accidente con la ventana la había desconcentrado y perdió la cuenta, pensó. En la sala más alta las manchas viscosas eran varias y los bichos caminaban de una a otra a grandes velocidades. Los esquivó como pudo y miró desde la vidriera hacia abajo. La figura varonil se veía con más claridad desde la altura y la observaba. En su boca había una sonrisa amplia que ella conocía bien, pero su marido estaba muerto; no podía ser. En el vendaval que abrazaba la torre se escuchaba, aún más rítmico: Kerz Kuit, Kerz Kuit.
Lys cerró un segundo los ojos mientras su corazón latía a un ritmo alocado y los músculos se tensaban por el miedo. Cuando volvió a abrirlos, el hombre que parecía Maël se había movido y estaba aferrado ahora a la cruz que pusieran en la roca frente al faro años atrás luego de exorcizar el lugar sin mucho éxito. Si bien mantenía los rasgos de su esposo en el rostro, el cabello se había vuelto largo y blanco, y le pareció atisbar entre la bruma que portaba una guadaña.
El hedor del líquido extraño que había todo alrededor le dio náuseas y la hizo doblarse sobre su propio cuerpo. Cuando volvió a mirar hacia fuera, ya no había nadie en las rocas.
“Ankou”, pensó, refiriéndose al servidor de la muerte que recogía las almas de los difuntos. “Tal vez ahora viene por mí”.
Corrió escaleras abajo hasta llegar al sótano, sin importarle el agua que había entrado a la residencia. Abrió la puerta, con las voces retumbando en sus oídos y el latido vibrante que acelerándose bajo sus pies, para encontrarse con una imagen sobrecogedora: el abdomen de Maël había explosionado y alrededor de su cuerpo se había formado un charco de aguas grisáceas y negruzcas que se mezclaban entre sí despidiendo un olor nauseabundo que había atraído a miles de insectos necrófagos. Estaban en todas partes, bichos alados y larvas enormes que devoraban lentamente lo que quedaba del cuerpo. Lys no pudo resistir esta visión y, con lágrimas en los ojos, se alejó de allí donde sabía que ya no estaba aquel hombre que había amado.
Las voces la siguieron, cada vez más insistentes: Kerz Kuit, Kerz Kuit. El latido tamborileaba desde lo profundo mientras Lys corría de vuelta a su habitación. Cuando llegó, casi no podía respirar y en la oscuridad reinante percibió algo que se movía a través del cuarto. Kerz Kuit, dijeron en su oído y se le erizó la piel de sólo considerar la cercanía de aquella criatura. Pero en las sombras parecían moverse varios seres, y cuando su vista se acostumbró más a la penumbra pudo adivinar las siluetas de varios hombres a su alrededor, de un porte similar al de su difunto marido, que seguían repitiendo la misma frase. En lo profundo de su ser reconoció en aquellas figuras a los fareros fallecidos antes que Maël y entendió que sus lamentos pretendían que la muerte no se adueñara de ella como les había pasado a ellos incluso antes de morir.
La sombra que se movía en lo profundo del mar y entre las rocas que sostenían la construcción del faro pronto la buscaría. Después de todo, nadie la conocía mejor.
Los espectros a su alrededor fueron callándose lentamente, uno por uno, mientras el latido vibraba cada vez más lejano desde abajo y un olor fétido lo inundaba todo. Lys no resistió y las náuseas la hicieron desmayarse y caer al suelo, inconsciente.
Durante esa noche, por primera vez el faro de Tevennec no encendió su luz y los marineros que observaban con angustia desde la costa esperando la oportunidad para zarpar, temieron lo peor. A la madrugada la tormenta se deshizo con la misma velocidad que se había gestado, desintegrándose en una espesa niebla fantasmal que cubrió todo de una tranquilidad que escondía oscuras circunstancias.
Un bote pequeño partió con prisa a media mañana, aprovechando la estoa en la que el mar se mantenía quieto, y apenas estuvieron cerca de la roca de Tevennec comenzaron a sentir que la bruma transportaba olores pestilentes. Cuando pudieron desembarcar, el hedor se volvió más intenso y el silencio que lo abarcaba todo los llenó de temor. Recorrieron todas las habitaciones hasta llegar a la de Lys. Abrieron la puerta y allí, envuelta por un olor nauseabundo que trastornaba los sentidos, se encontraba la mujer sobre la cama. A un costado, rodeado por líquidos indescriptibles e incontables insectos, el cadáver de Maël descansaba sobre el suelo. La visión los horrorizó y tardaron un largo rato en envolver lo que quedaba de él y decidir, avalados ahora por la presencia de testigos, arrojar el cuerpo al mar de una vez por todas.
Cuando lo hicieron, Lys volvió de su inconsciencia por unos minutos y preguntó por su marido. La asistieron y le dijeron que ahora descansaría en el mar; ella sonrió levemente y volvió a perder el conocimiento.
Cuando lograron trasladarla a la barca y estaban ya atravesando el peligroso estrecho del Raz de Sein, Lys les habló desde el ensueño en el que estuvo la mayor parte del viaje. Cada tanto volvía en sí, miraba el faro en la distancia y les decía que Maël había ido hasta su habitación para despedirse porque él se quedaría allí para servir a la Muerte, recogiendo las almas de los fallecidos hasta que el próximo lo relevara.
Los marineros vieron a Lys sumirse de nuevo en un profundo sueño luego de decir aquello y miraron a lo lejos, a través de la niebla cada vez más tenue, los contornos oscuros de Tevennec con su faro maldito y sus mil historias sombrías. En lo alto de la torre, sobre el balcón de la linterna, creyeron ver un farero de pie recortado contra el horizonte. Y en las profundidades del mar, bajo la roca, algo se quedó quieto una vez más, a la espera de su momento para regresar. Algo que escondería, tras la silente luz del faro, una oportunidad para volver a sumirlo todo en la oscuridad.
Significa “vete” en idioma bretón.↩